lunes, 15 de enero de 2018

Edad de oro




Hace meses no me nombro,
no detengo el paso
en algún punto de mi nombre,
 doy la cara
a los fantasmas de mis miedos
y me adentro autónoma
en el ostracismo de mi patria.

Hace tanto no me incluyo,
no me esmero
en las alboradas de mis sueños
ni en las sombrías tardes de fatiga,
los matices del ocaso dorados en mi piel
se desvanecen
y arrinconan en las esquinas de las sombras
los restos de luz
cuajados
en los cóncavos de la mirada.

Ya no cuento calendarios.
Primavera y verano
al urdir lo más insigne de sus épocas
han ceñido en mis fibras
su fragante esencia
y en los estuarios
las huellas, cicatriz del fruto
al conciliar con la natura,
nectar del sentir
que magnifica el alma.

Hace tiempo no me observo,
sin espejos que reflejen
la vanidad del seno y la cadera,
huyo de los cristales vivos
que arroban la mirada
y de las palabras que encienden
hogueras entre los pliegues
de la poesía en el oído. 

Ahora, mi piel constriñe 
el vestigio de los besos
y las entrañas secan sus muros,
universo de mariposas
aletargadas en las horas
las que aguardan el tañer de los sentidos
para elevar su vuelo
en el templo de los holocaustos
de la muerte 
y de la vida.


Ahora, soy la acacia que cobija
los espíritus de invierno
los que aguardan
el exilio de los vientos y del frío
del bullicio y de las luces
del arcoíris y de las lluvias
de las tardes y de los albores
de los murmullos en los trigales
de los gorjeos entre las ramas
de la caricia de los huertos 
y de los secretos a la media noche.