Se
atropellan los colores en mis ojos al paso del transporte. Las notas abstractas tañen en cadena con el
regocijo del oído.
Cuántas
horas, cuántos meses, cuántos años. Retorno allí por la misma carretera. Un mar de verde y en las
pinceladas cercanas, se encrespan los ramajes azotados por los vientos. Aromas de nogales, eucaliptos, cipreses, y un sinnúmero más de otros huertos, calan su perfume en
mi ser, arriban los mugidos y las cascadas dulces que entregan de su seno,
llenan recipientes con su manjar blanco.
Cerros,
montes y potreros, invisten sus arcadas de esmeralda, páginas cromáticas saltan
a la vista, trazos invisibles cuajan de matices mis pensamientos y se sumerge mi
espíritu en la fragancia de mi adolescencia.
Solitaria,
con el alma inquebrantable desnuda de bullicio, hundo mis pasos entre las
calles melancólicas, rostros que surcan mis costados, edades que avasallan la
alegría y la ilusión, apenas si perciben la lluvia del ocaso en mis cabellos.
Una
calzada más y un rostro me devuelve en el tiempo, la sonrisa se pliega y los brazos
se cierran en remembranza. Las voces y las risas quieren retratar treinta años
de ausencia y silencio, aquella imagen afable, me devolvía a la del primer amor
en la primavera de estudiante.
Las
montañas como gigantes taciturnos, balbucen el silbido del viento, es hora del regreso, los pájaros acantonan su piar entre las ramas, crepúsculo que centella
en la mirada y una frase que repica en el campanario de la razón: “… mi hermano nunca se casó y regresa en
noviembre a la casa…”
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